Revista Sexología y Sociedad. 2014; 20(2)
ISSN 1682-0045
Versión electrónica
Normalidad
y poder: una reflexión sobre el género
Normality and power—A reflection on gender
Dr.C.
Roberto Garcés Marrero
Doctor
en Ciencias Filosóficas, jefe de Departamento de Trabajo Comunitario, Centro
Nacional de Educación Sexual (CENESEX)
Resumen
Cómo se establece la relación entre el poder y el
género, y cuáles son las maneras en las que de esta relación surge la noción de
lo normal, es una cuestión que requiere varios estudios profundos. Para lograr
comprender mejor cómo la cultura determina la cuestión individual de la
asunción del género de cierta manera, es importante partir de esta
interrelación. Este trabajo se propone analizar el género como norma cultural
mediante la cual se fortalece el poder desde un análisis teórico como forma de
iniciar un debate sobre temas que no se han tratado lo suficiente.
Palabras claves: poder, género, normalidad,
cultura
Abstract
Normality and power—A
reflection on gender
How the relationship between power and gender is established and what are the ways in which the notion of normal emerges from this relationship is a question that requires a series of detailed studies. In order
to gain a better understanding on how culture influences the individual issue
of gender assumption, it is important starting somehow from this relationship.
The aim of this research paper is to analyze gender as a cultural standard
through which power is strengthened, from a theoretical analysis as a way to
start the debate on issues that have not been addressed sufficiently.
Key words: power, gender, normality, culture
El poder no es monolítico; no es solo una propiedad
estatal exclusiva que se disemina desde su eje central único hacia los más
recónditos rincones de la sociedad, sino que, sin negar lo anterior, resulta un
intercambio complejo de responsabilidades, actitudes y papeles que determinan
la posición de cada ente social. Por el mero hecho de estar inserto en el reticulado
de la sociedad, cada individuo posee cierta cuota de poder que le es
multiplicada, transferida o enajenada de acuerdo con las condiciones concretas en
las que se inscribe. Entiéndase, por supuesto, que el propio individuo puede
multiplicarla, transferirla o enajenarla, pero esto no es un simple acto
volitivo, sino que la realidad, así como le impone ciertas restricciones
(objetivas y subjetivas), también le abre
determinadas posibilidades; este rejuego dialéctico le permite, hasta el punto
históricamente posible, el empoderamiento de individuos, grupos, clases,...
La primera pregunta sería: ¿cuál es este poder que
no se resume en la estructura burocrática estatal, en sus aparatos represivos,
ni siquiera en sus ubicuos aparatos ideológicos?, ¿existe?, ¿es posible?
Evidentemente, se parte del presupuesto de que toda sociedad clasista está
ideologizada hasta el tuétano; no es esta la cuestión. Quizás el problema sea
por qué buscar este poder que se coagula y alcanza la expresión máxima en el
Estado, pero que se trasvasa e inficiona cada relación interpersonal. La
respuesta no es difícil: la manera en la que el género se determina por el
poder y desde este no se circunscribe a cómo se sanciona desde lo político-jurídico,
sino que se manifiesta omnipresente desde cada uno de los vericuetos de la
sociedad. Ya que se parte de comprender cómo se asume el género, se debe dilucidar
la naturaleza de este poder. En este artículo se pretende solo realizar un
análisis de esta relación dando por supuesto que el poder se manifiesta y
materializa en otras esferas socioculturales de manera diferente e incluso
contraria.
En su Historia
de la sexualidad, Foucault plantea la cuestión comprendiendo por poder:
…la multiplicidad de las relaciones de fuerza
inmanentes y propias del dominio en que se ejercen y que son constitutivas de
su organización; el juego que por medio de luchas y enfrentamientos incesantes
las transforma, las refuerza, las invierte; los apoyos que dichas relaciones de
fuerza encuentran las unas en las otras, de modo que formen cadena o sistema, o
al contrario, los corrimientos, las contradicciones que aíslan a unas de otras;
las estrategias, por último, que las tornan efectivas, y cuyo dibujo general o
cristalización institucional toma forma en los aparatos estatales, en la
formulación de la ley, en las hegemonías sociales [1].
Tal como afirma el autor, no es que el poder englobe
todo el entretejido social, sino que se produce constantemente desde la
interacción de cada uno de los puntos que componen la sociedad, de manera móvil
y no igualitaria, resultando inmanente a cada relación social, pero sobre todo
no limitándose a una oposición binaria simple (2). Por tanto, los términos
convencionales de dominadores versus
dominados se relativizan de acuerdo con este prisma particularizador desde el
cual todos pasan constantemente de un polo a otro de manera a veces
contradictoria en cada una de las relaciones que establecen.
Foucault ancla en la relación poder-saber la
concepción y determinación de lo sexual, es decir, en cómo el discurso que se
hilvana desde el poder —así como desde los silencios que ocultan— concluye
normando, reprimiendo y patologizando, pero también visibilizando y
reorientando la cuestión sexual (3). Esta es una de las maneras en las que el
poder se manifiesta en el ámbito de la sexualidad: la medicina, la psiquiatría,
la psicología y los estudios jurídicos se transforman en un dispositivo del
poder, que lo refuerza y lo mina al unísono. Como el propio Foucault señala, este
desbloqueo epistemológico conduce a la multiplicación de los efectos del poder
gracias a la formación y acumulación de conocimientos nuevos (4).
A menudo estas disciplinas científicas reproducen, reafirman
y parten de normas o estereotipos que las preexisten pero, en su afán de
búsqueda de la objetividad, concluyen precisamente en lo contrario, es decir,
socavándolos, transformándolos y, a veces, legitimando nuevos estereotipos o
normas.
Ahora bien, estas normas o estereotipos interactúan
de esta manera con lo científico pero parten de otro punto, o sea, de otro
ámbito de actuación y generación del poder, ámbito que se enclava en la
tradición, entendida en este caso como el grupo de ideas, costumbres, hábitos,
rituales, respuestas emocionales heredadas culturalmente y nimbadas por el halo
de la reputación de los ancestros. Desde aquí, por ejemplo, se dicta lo
concerniente al espacio asignado a cada sexo, las ocupaciones que deben tener,
las maneras de interrelacionarse,... Aquí también se define lo que Ralph Linton
denomina el modelo de configuración de la
cultura, es decir, el rango de modos en que puede variar la conducta de los
miembros de una cultura dada ante una situación similar (5), modelo que resulta
el continente de las posibles variaciones de género concebidas como posibles
dentro de la cultura dada.
Esta idea resulta decisiva a la hora de entender el
mecanismo del poder: en la cultura se conciben más de una manera de vivir el
género y se recuerda así por la tradición, pero eso no significa que todas esas
maneras se valoren de la misma forma. Así existen algunas que son las
preferibles; otras, las tolerables; otras, las invisibilizadas y/o consideradas
francamente desdeñables y por tanto marginadas. Por ejemplo, el hombre
machista, el hombre flojo, el gay y el transgénero representarían un continuo
en este sentido desde lo que se espera y se prefiere hasta lo inconcebible en
términos culturales. La normalidad entonces se resume a aquellas conductas
regladas que responden a lo que los esquemas culturales juzgan como adecuado,
decente, moral, aceptable, natural y que viene a sancionarse desde la ciencia
como lo no patológico o lo no delictivo, siendo las demás, cuando menos,
amorales o contranaturales, e identificadas con lo malo, lo bajo, lo sucio, lo
impuro. Por tanto, existen de antemano actitudes condenadas por el sistema
cultural en el que se debe inscribir un individuo, quien, al nacer, se
encuentra con que ya tenía establecido un estatus atribuido, como lo llama
Linton (6), y que según su sexo está determinado a cumplir un rol general —manifestado
en una serie de roles circunstanciales, cada uno con sus reglas generales y
específicas— que es lo
que determina su «normalidad».
Es decir, el género se convierte en una norma. Al
decir de Judith Butler:
El género es el aparato mediante el cual tiene
lugar la producción y la normalización de lo masculino y lo femenino, junto con
las formas intersticiales hormonal, cromosómica, psíquica y performativa que el
género asume. […] El género es el mecanismo mediante el cual se producen y
naturalizan las nociones de masculino y femenino, pero podría muy bien ser el
aparato mediante el cual tales términos son desconstruidos y desnaturalizados.
De hecho, puede ser el mismo aparato que busca instalar que la norma funcione
también para socavar esa misma instalación, que la instalación estuviese, por
así decirlo, incompleta por definición [7].
Aquí evidentemente se está abocado a la doble
dimensión del género: como fenómeno concreto, históricamente situado, el género
se manifiesta binario, restrictivo, pero como concepto es en sí mismo
continente de la potencialidad de concebir el género desde una perspectiva más
amplia no binaria. Como sostiene la misma autora:
…la norma solo persiste como norma hasta el punto
en que se realiza en la práctica social y se re-idealiza y se re-instituye en y
por medio de los rituales sociales diarios de la vida del cuerpo. La norma no
tiene un estatus ontológico independiente, pero no se le puede reducir con
facilidad a sus instancias; se (re)produce cuando toma forma, a través de los
actos que buscan aproximarse a ella, a través de las idealizaciones reproducidas
en y mediante esos actos [8].
En lo sucesivo, en el constante proceso de
socialización al que está sometido, el individuo será entrenado en función del
correcto cumplimiento del papel que se le asigna. Se le nombrará, vestirá y enseñará
a conducirse de acuerdo con un criterio prefijado por sus genitales. Su primer
grupo social, la familia, vigilará con todo cuidado que utilice el repertorio
de gestos que le toca, que aprenda los hábitos e incluso a expresarse como le
corresponde. Cualquier equivocación puede castigarse con violencia.
Más adelante en la escuela, los maestros siguen
esta misma concepción de normalidad y los demás niños corresponden a su propio
aprendizaje, vigilándose unos a otros el cumplimiento de las normas que traen
de sus grupos de referencia y que se refuerzan por la autoridad escolar. A esto
se suma el constante bombardeo mediático que, desde los dibujos animados, trae
un mensaje sexista. En sociedades de menor complejidad, el proceso es similar a
grandes rasgos, aunque diferente en detalles.
Así, quien no se adapte a tales normas y no responda
a medidas correctiva, primero se le conduce muchas veces ante la Gran
Enfermera, símbolo excelente que se toma como préstamo de la magnífica novela
de Ken Kesey: el tribunal de la ciencia, en el que psicólogos, médicos y
psiquiatras se convierten en instrumentos del poder en nombre de la normalidad.
Como afirma Foucault:
Los jueces de normalidad están presentes por
doquier. Nos encontramos en compañía del profesor-juez, del educador-juez, del «trabajador
social»-juez;
todos hacen reinar la universalidad de lo normativo, y cada cual en el punto en
que se encuentra le somete el cuerpo, los gestos, los comportamientos, las
conductas, las actitudes, las proezas [9].
Muy a menudo el proceso de «sanación» no es más
que una manera implícita de lograr la normalización. En caso de que no sea
posible, usualmente el individuo concluye en una espiral centrípeta
descendente, siendo estigmatizado como loco, inmoral, delincuente y relegado
cada vez más lejos de la sana compañía de sus congéneres, y a ser tabú y por
tanto a convertir en tabú a quien se le aproxime, teniendo así cada vez más
posibilidades de concluir siendo lo que el estigma le había determinado a priori,
reforzando la concepción de que un camino «anormal» termina en la destrucción, idea que se maneja con
mucha frecuencia incluso cuando se pretende el efecto contrario: el cine cubano
actual es un claro ejemplo de cómo la tradición se enmascara tras una apertura
aparente al tratamiento de un tema para susurrar sus mensajes apocalípticos a quien
ose desviarse del camino.
Esta situación resulta autónoma respecto a la
sanción jurídico-política que pueda existir sobre estas cuestiones. Al respecto,
Foucault plantea:
Por regular e institucional que sea, la disciplina,
en su mecanismo, es un «contraderecho». Y si el jurisdismo universal de la sociedad
moderna parece fijar los límites al ejercicio de los poderes, su panoptismo
difundido por doquier hace funcionar, a contrapelo del derecho, una maquinaria
inmensa y minúscula a la vez que sostiene, refuerza, multiplica la disimetría
de los poderes y vuelve vanos los límites que se le han trazado. Las
disciplinas ínfimas, los panoptismos de todos los días pueden muy bien estar
por bajo del nivel de emergencia de los grandes aparatos y de las grandes
luchas políticas [10].
Para cualquier estudioso de las cuestiones de
género con aspiraciones a catalizar los cambios de esta asimetría del poder
debe quedarle clara esta idea que es de suma importancia: no basta el cambio
desde lo político-jurídico, sino también es necesario estudiar, con una
intención transformadora, las raíces culturales profundas e inconscientes que
desde la tradición afianzan las concepciones que existen sobre el género.
Como cualquier otro tipo de norma o conjunto de
normas, el género funciona como una manera de medición o un medio de producir
un principio de legibilidad cultural, que deviene patrón de comparación (11),
dando así una sanción legítima a la distribución desigual del poder en la
sociedad, que se justifica por el acercamiento o no a los patrones de
normalidad instituidos.
Se puede concluir entonces que el poder —como se
sabe no exclusivamente estatal— determina las cuestiones de género desde el doble
abordaje tradición-ciencia, que en un rejuego complejo se complementan, se
obstaculizan, se refuerzan y se anulan, lo cual puede tener una sanción
ideológica que permita finalmente ser refrendado de manera política. Así, al
sancionar la normalidad desde el género, el poder se legitima a sí mismo. Por
tanto, la definición de lo normal debe antecederse siempre por el
cuestionamiento básico de: ¿normal para quién? ¿Cuál es el sistema
sociocultural (esto es, cosmovisivo, político) que se legitima desde esta
pretendida normalidad? ¿Quiénes son los incluidos, quiénes los rechazados,
quiénes quedan en una suerte de estado liminal en esta normalidad? Por la importancia de esta cuestión y la
necesidad imperiosa de ganar en claridad al respecto, resultan imprescindibles
otros abordajes al tema con mayor profundidad.
Referencias
bibliográficas
1.
Foucault M.
Historia de la sexualidad. La historia de la sexualidad. Buenos Aires: Siglo
XXI Editores; 2002. pp. 112-13.
2.
Ob. cit. 1:114-15.
3.
Ob. cit. 1:123-24.
4.
Foucault M.
Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. Buenos Aires: Siglo XXI Editores;
2002. p. 227.
5.
Linton R.
Cultura y normalidad. En Bohannan P, Glazer M. Antropología. Lecturas. La
Habana: Editorial Félix Varela; 2003. p. 206.
6.
Linton R. Status y rol. En Bohannan P y Glazer M. Antropología. Lecturas. La Habana: Editorial
Félix Varela; 2003. p. 192.
7.
Butler J.
Regulaciones de género. La Ventana
2006:23 [citado 16 oct. 2014]. Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=88402303.
8.
Ob. cit. 6:22.
9.
Ob. cit. 4:311.
10.
Ob. cit. 4:226.
11.
Ob. cit. 6:25.
Fecha de recepción de
original: 24 de octubre de
2014
Fecha de aprobación para su publicación: 1 de noviembre de 2014